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ANIVERSARIO DE LA MUERTE DE MIGUEL HERNÁNDEZ
Tal día como hoy, en 1942, fallecía Miguel Hernández en la enfermería del Reformatorio de Adultos de Alicante, donde cumplía condena de cadena perpetua por haber luchado, con las armas y con su poesía, en defensa de la República. Ocurrió justo a las 5:32, a la misma hora en la que va a aparecer este pequeño homenaje.EL TRICICLO DEL HIJO DE MIGUEL HERNÁNDEZ
Veréis, cuando yo era pequeña escuché una conversación en la que mi madre le contaba a otra persona (no recuerdo a quién) que, cuando vivía en Elche, bajó a la calle el triciclo que ya no servía a mis hermanos para que se lo llevara el basurero. Se entretuvo hablando con una vecina, y vio a una mujer de luto que cogía el triciclo y se lo llevaba. La vecina le comentó que aquella mujer era la esposa del poeta que había muerto en la cárcel. Mi memoria guardó esa información en ese lugar oscuro donde van a parar muchas cosas que escuchamos y que vemos, pero que no podemos entender, esperando su momento para salir e incorporarse a nuestras experiencias vitales.
Muchos años más tarde, cuando yo era una adolescente, leí una biografía de Miguel Hernández en la que se contaba que Josefina Manresa, la mujer del poeta, tras la muerte de éste, abandonó Orihuela con su pequeño hijo y se fue a vivir a Elche, donde pasó muchas privaciones y fatigas. Inmediatamente saltó (lo digo literalmente) a la luz aquella conversación que había escuchado de pequeña. Busqué a mi madre para que confirmara mi recuerdo y mis sospechas. Efectivamente, aquella mujer de negro que recogió el triciclo desechado de mis hermanos era la mujer de Miguel Hernández. Me invadió una profunda emoción y también un absurdo orgullo, como si entre la familia de Miguel Hernández y la mía se hubiera establecido un fuerte vínculo: teníamos en común un triciclo. Esta es la razón por la que, cada vez que oigo o leo “Las nanas de la cebolla”, mi imaginación (esa insurrecta) pone sonidos e imágenes de fondo: el ruido de un triciclo que avanza impelido por el entusiasmado pedaleo infantil, cada vez más deprisa, más deprisa… Avanza por un pasillo largo, iluminado por una ventana que deja entrar esa luz mediterránea que me es tan familiar. Ríe y avanza, avanza sobre un suelo ajedrezado; avanza hacia una puerta que hay en el fondo…
¡Un momento! Algo no concuerda. Estoy escribiendo esto, que es absolutamente cierto, pero algo no encaja. Miguel Hernández murió en 1942, cuando su hijo tenía 3 años; es decir, Manuel Miguel (que así se llamaba) nació en 1939, el año en que acabó la Guerra Civil. Mis hermanos nacieron en el 1950 y el 1952… Cuando dejaron de usar el triciclo debía de ser, por lo menos, el año 1957, y para entonces Manuel era ya un mozo. Nunca pudo pedalear en el triciclo de mis hermanos, y mi madre ya no está aquí para aclararlo. Quizá se apropió de una anécdota que no era suya; quizá, cuando le pedí que confirmara mi recuerdo, estaba ocupada haciendo algo y me contestó afirmativamente sin haber escuchado realmente mi pregunta; quizá… ¡Qué más da ahora!
Vuelvo a leer “Las nanas de la cebolla” con algo de expectación y miedo:
La cebolla es escarcha
cerrada y pobre:
escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla:
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.
Una mujer morena,
resuelta en luna,
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la luna
cuando es preciso.
Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma al oírte,
bata el espacio.
Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.
Es tu risa la espada
más victoriosa.
Vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.
La carne aleteante,
súbito el párpado,
el vivir como nunca
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea,
desde tu cuerpo!
Desperté de ser niño.
Nunca despiertes.
Triste llevo la boca.
Ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.
Ser de vuelo tal alto,
tan extendido,
que tu carne parece
cielo cernido.
¡Si yo pudiera
remontarme al origen
de tu carrera!
Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.
Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.
Vuela niño en la doble
Luna del pecho.
Él, triste de cebolla.
Tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
Ni lo que ocurre.
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Mi imaginación (esa insurrecta) todavía no ha encajado el golpe. Sigue poniendo imágenes y banda sonora a este poema: un triciclo que avanza impelido por el entusiasmado pedaleo infantil, cada vez más deprisa, más deprisa… Avanza por un pasillo largo, iluminado por una ventana que deja entrar esa luz mediterránea que me es tan familiar. Ríe y avanza, avanza sobre un suelo ajedrezado; avanza hacia una puerta que hay en el fondo; entra en la cocina, donde una mujer (morena, resuelta en luna) pela cebollas y llora.
Lola Sevila
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