En la reunión del Alto Estado Mayor alguien habló de aniquilarlos, de una mano dura que acabara para siempre con la cara de satisfacción de los ucranianos. Fue entonces cuando Eberhardt pidió la palabra.
«No creo que esa sea la mejor solución», dijo con una sonrisa forzada. «¿Pensáis de verdad que matando a alguno, que encarcelando a algún otro, se puede reducir la satisfacción que sienten por esas victorias? ¿Si interrumpiéramos las exhibiciones de sus jugadores, incluso si las prohibiésemos, pensáis que olvidarían los éxitos, creéis que no continuarían pensando que son fuertes e invencibles como lo han sido hasta ahora?». El silencio inundó la sala. Todos comprendieron lo que el General en Jefe quería decir. La sensación de ebriedad que regala un gol decisivo no acaba sólo porque no se pueda jugar más. Quedará el gusto de saber, el placer de contar cómo tus campeones doblegaron a todos los contrincantes, el deseo de evocar un gesto, de describir una acción. Y circulando de boca en boca, aumentada por el sentido de lo prohibido, la gesta de un simple partido de fútbol se convertirá en historia popular, épica para transmitir con historias que serán un mito.
«Es necesario encontrar otra salida», dijo Eberhardt a los oficiales, «algo que definitivamente les quite de la cabeza a estos perros la idea de que son los mejores. ¡Tienen que volver a ser nada de nada!». Esta última palabra vibró, como un golpe seco que no admitía condiciones. El nazi la dejó resonar todavía un poco más, mientras que con la espalda recta sopló con una voz diabólica su propia solución.
«Es necesaria una derrota», dijo, «por lo tanto, es necesario seguir jugando. Pero jugar con astucia, enfrentar contra esta formación, que ha demostrado ser muy buena, a nuestro mejor equipo de fútbol, y vencerlos, humillarlos, demostrarles con hechos que no pueden aspirar a ningún tipo de salvación». Entre los oficiales corrió rápidamente un susurro, una palabra que a todos les pareció obvia: Flakelf.
«Llamaremos al Flakelf, el equipo invencible de la Wehrmacht», dijo finalmente Eberhardt haciendo explícito el murmullo común. «Jugaremos el partido en el estadio del Dynamo y los venceremos. Daremos una gran publicidad a este encuentro, obligaremos a los ucranianos a constatar con sus propios ojos nuestra fuerza superior».
Desde el día siguiente, en efecto, los periódicos y la radio anunciaron la llegada del imbatible equipo alemán. En los muros de Kiev aparecieron millares de carteles que exaltaban el gran encuentro de fútbol entre el Flokelf, equipo de las Fuerzas Armadas alemanas, y el Start, formación local.
Josif Kordik reunió a sus hombres en la fábrica de pan. Los rostros estaban tensos y oscuros, en el aire serpenteaba un pésimo humor.
«Amigos míos», comenzó el entrenador, «no os oculto que este asunto huele a muerte. En el sentido de que, lo mire por donde lo mire, no le veo nada bueno. Quiero ser claro. Éstas son nuestras opciones: ser derrotados y, por lo tanto, seguir siendo esclavos, o vencer e ir al encuentro de nuestro final. Por lo que conozco de los nazis, en efecto, no creo que acepten la derrota sin reaccionar. Es una prueba de fuerza, y ellos quieren demostrar que son los más fuertes. Vencer significa morir».
En el espacio angosto del patio, en la oscuridad de la noche, el discurso de Kordik resonó espectral. Una trampa gigante, un juego mortal en el que los había arrojado su propia bravura.
«Yo os pido escusas a todos», continuó Kordik con voz quebrada, «os pido perdón por haber tenido la idea de involucraros a todos en esto, obligándoos así a una elección que en realidad no se puede hacer. Pensaba en la liberación, pensaba en cómo sabéis jugar, pensaba en el balón, y en vez de todo eso os he metido en un juego de locos. En vez de eso, os estoy mandando al matadero».
El grupo de hombres se mantuvo sentado, cada uno escuchó en silencio sus palabras. Sólo Trusevich hizo sonar su voz. Bajo el claro de luna, en aquel hielo feroz de un mañana que parecía perdido, el portero habló:
«Yo no me siento vencido. No es justo pensar que nosotros somos los culpables. Es el que nos oprime quien nos obliga a morir. Yo no elijo, querido Josif, no puedo hacer otra cosa. Soy un portero y solamente puedo parar balones. ¿Alguno de vosotros iría al campo con la intención de fallar el pase?»
No hubo discusión. No hizo falta valor para comprender cómo se comportarían.
Aquella noche, el portero soñó que jugaba un extraño partido en un campo en cuesta. Los balones lanzados por sus propios compañeros volvían a caer hacia atrás, se le abalanzaban y él se mataba por poderlos atrapar. Sin embargo, al final del juego había conseguido parar cada una de las pelotas que le habían llegado. Estaba cansado, extenuado, con la camiseta empapada de un sudor que se parecía a la sangre. Frente a la portería estaba ahora la Muerte, elegante, gentil, vestida de oscuro.
«Tengo que lanzar por última vez», le dijo con calma mientras colocaba el balón. «Me gusta actuar, cómo diría…, con cierto… rigor». Y riendo le dio una patada a la pelota. Nikolai se tiró para intentar pararla. Fue sacudido por una avalancha de golpes, una granizada de impactos de metralla. Se despertó de repente, el aire era casi caliente, la frente sudada, entre las manos apretaba su almohada de paja.
(Continuará mañana)