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lunes, 10 de diciembre de 2012

LA CASA DE LAS PALABRAS / EDUARDO GALEANO



A la casa de las palabras, soñó Helena Villagra, acudían los poetas. Las palabras, guardadas en viejos frascos de cristal, esperaban a los poetas y se les ofrecían, locas de ganas de ser elegidas: ellas rogaban a los poetas que las miraran, que las olieran, que las tocaran, que las lamieran. Los poetas abrían los frascos, probaban palabras con el dedo y entonces se relamían o fruncían la nariz. Los poetas andaban en busca de palabras que no conocían, y también buscaban palabras que conocían y habían perdido.

En la casa de las palabras había una mesa de los colores. En grandes fuentes se ofrecían los colores y cada poeta se servía del color que le hacía falta: amarillo limón o amarillo sol, azul de mar o de humo, rojo lacre, rojo sangre, rojo vino…

Eduardo Galeano




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jueves, 8 de noviembre de 2012

CUENTOS, CUENTOS, CUENTOS...


LAS GALLINAS

Había una vez un joven muy pobre que trabajaba en una tienda de regalos. Su jefe era muy malo y le pagaba sólo 5 euros por cada día de trabajo. El muchacho estaba muy cansado de trabajar tanto y de ganar tan poco, pero como no había trabajo, siguió en la tienda. Hasta que un día vio a una abuela que vendía gallinas a 20 euros cada una; entonces tuvo una gran idea: compró una gallina que creció y tuvo pollitos. Algunos los dejó crecer para que se convirtieran en gallinas, y otros los vendió por 10 euros cada uno. Así llegó a tener muchas gallinas.

Ahora, cuando las gallinas ponen huevos también los vende directamente. De esta forma gana mucho dinero cada día, y se ha convertido, poco a poco, en un hombre muy rico.

Kehuan Dai, 3º D


sábado, 27 de octubre de 2012

CUENTOS, CUENTOS, CUENTOS...


EL REY VALIENTE Y CRUEL

Había una vez un rey de un país muy lejano, que era muy valiente y el más despiadado del mundo. Nadie había logrado vencerlo jamás. Una vez llegó hasta un lugar terrible, un pueblo habitado por seres extraños, algunos de los cuales tenían un solo ojo en medio de la frente, mientras que otros tenían hasta tres. También poseían varias piernas, lo que los hacía muy veloces. A pesar de todo, el rey consiguió derrotarlos, por lo que esos seres extraños no tuvieron más remedio que ir a refugiarse en unas profundas y tenebrosas cuevas. Hasta allí los siguió el rey, y entró en la cueva con la intención de hacerlos desaparecer. 

Después de una larga búsqueda, los encontró y, cuando estaba a punto de matarlos, la cueva se derrumbó y todos murieron.

Daysi Sandoval, 3º C


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Carlos tenía 7 años y vivía en un pueblo llamado Criscrin. Él solía estar solo, ya que sus padres no tenían mucho dinero y trabajaba todas las mañanas de cabrero. 

Siempre les contaba sus problemas a las cabras, pero tenía una favorita a la que llamaba Manchitas. Un día, por la mañana, le habló y supo sus respuestas.

-Manchitas, Manchitas, hoy le he preguntado a mi padre que por qué no podía ir a la escuela; y me ha dicho que no se acordaba, que se lo preguntara a mi madre, pero no la he visto en toda la mañana.

-Beee, beee, beee -le contestó Manchitas.

Carlos no paraba de darle vueltas al asunto y, cuando llegó a su casa y vio a su madre haciendo la cena, le preguntó:

-Mamá, ¿por qué no puedo ir a la escuela?
-Carlos, se me ha olvidado. Pregúntaselo a tu padre.

Carlos subió enfadado a su habitación y esperó a que su madre lo llamara para cenar, mientras seguía dándole vueltas a sus cosas. Cuando su madre lo llamó, bajó y se encontró a sus padres allí, esperándolo. Se sentó y les preguntó a los dos a la vez:

-Mamá, papá, ¿por qué no puedo ir a la escuela?

Ambos se miraron y el padre contestó por los dos:

-Carlos, hijo, la verdad es que no vas porque creemos que es mejor que cuides de las cabras. Además, tú ya sabes leer y escribir.

Se callaron los dos y miraron a sus respectivos platos. Carlos, sin saber qué hacer, terminó rápidamente su cena y se retiró.

Al día siguiente, el muchacho volvió a hablar con Manchitas.

-Manchitas, la verdad es que no entiendo a mis padres. Ya sé por qué me dicen eso de que cuando sea mayor comeré huevos...

Carolina Zarco, 3º D


sábado, 6 de octubre de 2012

CUENTOS, CUENTOS, CUENTOS...

Hoy tenemos el cuento de nuestro querido Jesús, un atlético de pro que ha cometido aquí una pequeña infidelidad futbolístico-literaria.


EL MEJOR JUGADOR DEL MUNDO

Érase una vez un niño al que le gustaba jugar mucho al fútbol. Se llamaba José, y vivía con sus padres. Un día José se fue con sus amigos a jugar al fútbol a una pista que estaba al lado de su casa. El niño no sabía que era muy bueno. Un buen día se fue al colegio y, cuando llegó el recreo se fue a la pista a jugar, pero no le dejaron. Él insistió y, al final, le dejaron. Gracias a él ganaron 5-0. Al día siguiente era sábado, y por la tarde bajó a jugar. De repente, pasó un entrenador de fútbol y se quedó viendo cómo jugaban. Al acabar el partido llamó a José y le dijo que si quería jugar en el Atlético de Madrid. El muchacho se emocionó mucho y le dijo que sí. El sábado siguiente ya empezó a jugar en el equipo juvenil. Era tan bueno que terminó jugando en el Real Madrid. Ganaron muchos partidos gracias a él y fueron campeones de la Liga y de la Copa del Rey.

Jesús Muñoz, 3º D

sábado, 20 de agosto de 2011

CUENTO DE ANA MARÍA MATUTE


Un poquito de lectura nunca viene mal. Os ofrecemos, de nuevo, un cuento de Ana María Matute.

EL NIÑO AL QUE SE LE MURIÓ EL AMIGO

Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre:

-El amigo se murió.


-Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar.


El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. «Él volverá», pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar.


-Entra, niño, que llega el frío -dijo la madre.


Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: «Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada». Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo: «Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido». Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.

FIN


viernes, 15 de julio de 2011

ANA MARÍA MATUTE - Los chichos


Ana María Matute recibió el Premio Cervantes hace unos meses. No dijimos nada en este blog porque no tuvimos tiempo, pero nos quedó pendiente un pequeño homenaje, el mejor que puede recibir un escritor: leerlo. Así que aquí tenéis uno de sus magníficos cuentos.





LOS CHICOS

Eran cinco o seis, pero así, en grupo, viniendo carretera adelante, se nos antojaban quince o veinte. Llegaban casi siempre a las horas achicharradas de la siesta, cuando el sol caía de plano contra el polvo y la grava desportillada de la carretera vieja, por donde ya no circulaban camiones ni carros, ni vehículo alguno. Llegaban entre una nube de polvo que levantaban sus pies, como las pezuñas de los caballos. Los veíamos llegar y el corazón nos latía de prisa. Alguien, en voz baja, decía: «¡Que vienen los chicos...!» Por lo general, nos escondíamos para tirarles piedras, o huíamos.
Porque nosotros temíamos a los chicos como al diablo. En realidad, eran una de las mil formas de diablo, a nuestro entender. Los chicos, harapientos, malvados, con los ojos oscuros y brillantes como cabezas de alfiler negro. Los chicos, descalzos y callosos, que tiraban piedras de largo alcance, con gran puntería, de golpe más seco y duro que las nuestras. Los que hablaban un idioma entrecortado, desconocido, de palabras como pequeños latigazos, de risas como salpicaduras de barro. En casa nos tenían prohibido terminantemente entablar relación alguna con esos chicos. En realidad, nos tenían prohibido salir del prado bajo ningún pretexto. (Aunque nada había tan tentador, a nuestros ojos, como saltar el muro de piedras y bajar al río, que, al otro lado, huía verde y oro, entre los juncos y los chopos.) Más allá, pasaba la carretera vieja, por donde llegaban casi siempre aquellos chicos distintos, prohibidos.
Los chicos vivían en los alrededores del Destacamento Penal. Eran los hijos de los presos del Campo, que redimían sus penas en la obra del pantano. Entre sus madres y ellos habían construido una extraña aldea de chabolas y cuevas, adosadas a las rocas, porque no se podían pagar el alojamiento en la aldea, donde, por otra parte, tampoco eran deseados. «Gentuza, ladrones, asesinos...» decían las gentes del lugar. Nadie les hubiera alquilado una habitación. Y tenían que estar allí. Aquellas mujeres y aquellos niños seguían a sus presos, porque de esta manera vivían del jornal que, por su trabajo, ganaban los penados.

El hijo mayor del administrador era un muchacho de unos trece años, alto y robusto, que estudiaba el bachillerato en la ciudad. Aquel verano vino a casa de vacaciones, y desde el primer día capitaneó nuestros juegos. Se llamaba Efrén y tenía unos puños rojizos, pesados como mazas, que imponían un gran respeto. Como era mucho mayor que nosotros, audaz y fanfarrón, le seguíamos adonde él quisiera.

El primer día que aparecieron los chicos de las chabolas, en tropel, con su nube de polvo, Efrén se sorprendió de que echáramos a correr y saltáramos el muro en busca de refugio.
-Sois cobardes -nos dijo-. ¡Esos son pequeños!
No hubo forma de convencerle de que eran otra cosa, de que eran algo así como el espíritu del mal.
-Bobadas -nos dijo. Y sonrió de una manera torcida y particular, que nos llenó de admiración.
Al día siguiente, cuando la hora de la siesta, Efrén se escondió entre los juncos del río. Nosotros esperábamos, detrás del muro, con el corazón en la garganta. Algo había en el aire que nos llenaba de pavor. (Recuerdo que yo mordía la cadenita de la medalla y que sentía en el paladar un gusto de metal raramente frío. Y se oía el canto crujiente de la cigarra entre la hierba del prado). Echados en el suelo, el corazón nos golpeaba contra la tierra.

Al llegar, los chicos escudriñaron hacia el río, por ver si estábamos buscando ranas como solíamos. Y para provocarnos, empezaron a silbar y a reír de aquella forma de siempre, opaca y humillante. Era su juego: llamarnos sabiendo que no apareceríamos. Nosotros seguíamos ocultos y en silencio. Al fin, los chicos abandonaron su idea y volvieron al camino, trepando terraplén arriba. Nosotros estábamos anhelantes y sorprendidos, pues no sabíamos lo que Efrén quería hacer.
Mi hermano mayor se incorporó a mirar por entre las piedras y nosotros le imitamos. Vimos entonces a Efrén deslizarse entre los juncos como una gran culebra. Con sigilo trepó hacia el terraplén, por donde subía el último de los chicos, y se le echó encima.
Con la sorpresa, el chico se dejó atrapar. Los otros ya habían llegado a la carretera y cogieron piedras, gritando. Yo sentí un gran temblor en las rodillas, y mordí con fuerza la medalla. Pero Efrén no se dejó intimidar. Era mucho mayor y más fuerte que aquel diablillo negruzco que retenía entre sus brazos, y echó a correr arrastrando a su prisionero al refugio, donde le aguardábamos. Las piedras caían a su alrededor y en el río, salpicando de agua aquella hora abrasada. Pero Efrén saltó ágilmente sobre las pasaderas y, arrastrando al chico, que se revolvía furiosamente, abrió la empalizada y entró con él en el prado. Al verlo perdido, los chicos de la carretera dieron media vuelta y echaron a correr, como gazapos, hacia sus chabolas.

Sólo de pensar que Efrén traía a una de aquellas furias, estoy segura de que mis hermanos sintieron el mismo pavor que yo. Nos arrimamos al muro, con la espalda pegada a él, y un gran frío nos subía por la garganta.

Efrén arrastró al chico unos metros, delante de nosotros. El chico se revolvía desesperado e intentaba morderle las piernas, pero Efrén levantó su puño enorme y rojizo y empezó a golpearle la cara, la cabeza, la espalda. Una y otra vez, el puño de Efrén caía, con un ruido opaco. El sol, brillaba de un modo espeso y grande sobre la hierba y la tierra. Había un gran silencio. Sólo oíamos el jadeo del chico, los golpes de Efrén y el fragor del río, dulce y fresco, indiferente, a nuestras espaldas. El canto de las cigarras parecía haberse detenido. Como todas las voces.

Efrén estuvo un rato golpeando al chico con su gran puño. El chico, poco a poco, fue cediendo. Al fin, cayó al suelo de rodillas, con las manos apoyadas en la hierba. Tenía la cara oscura, del color del barro seco, y el pelo muy largo, de un rubio mezclado de vetas negras, como quemado por el sol. No decía nada y se quedó así, de rodillas. Luego, cayó contra la hierba, pero levantando la cabeza, para no desfallecer del todo. Mi hermano mayor se acercó despacio, y luego nosotros.

Parecía mentira lo pequeño y lo delgado que era. «Por la carretera parecían mucho más altos», pensé. Efrén estaba de pie a su lado, con sus grandes y macizas piernas separadas, los pies calzados con gruesas botas de ante. ¡Qué enorme y brutal parecía Efrén en aquel momento!

-¿No tienes aún bastante? -dijo en voz muy baja, sonriendo. Sus dientes, con los colmillos salientes, brillaban al sol-. Toma, toma...

Le dio con la bota en la espalda. Mi hermano mayor retrocedió un paso y me pisó. Pero yo no podía moverme: estaba como clavada en el suelo. El chico se llevó la mano a la nariz. Sangraba, no se sabía si de la boca o de dónde. Efrén nos miró.

-Vamos -dijo-: Este ya tiene lo suyo-. Y le dio con el pie otra vez.

-¡Lárgate, puerco! ¡Lárgate en seguida!

Efrén se volvió, grande y pesado, despacioso hacia la casa, muy seguro de que le seguíamos.

Mis hermanos, como de mala gana, como asustados, le obedecieron. Sólo yo no podía moverme, no podía, del lado del chico. De pronto, algo raro ocurrió dentro de mí. El chico estaba allí, tratando de incorporarse, tosiendo. No lloraba. Tenía los ojos muy achicados, y su nariz, ancha y aplastada, brillaba extrañamente. Estaba manchado de sangre. Por la barbilla le caía la sangre, que empapaba sus andrajos y la hierba. Súbitamente me miró. Y vi sus ojos de pupilas redondas, que no eran negras, sino de un pálido color de topacio, transparentes, donde el sol se metía y se volvía de oro. Bajé los míos, llena de una vergüenza dolorida.

El chico se puso en pie despacio. Se debió herir en una pierna, cuando Efrén le arrastró, porque iba cojeando hacia la empalizada. No me atreví a mirar su espalda, renegrida, y desnuda entre los desgarrones. Sentí ganas de llorar, no sabía exactamente por qué. Únicamente supe decirme: "Si sólo era un niño. Si era nada más que un niño, como otro cualquiera".

Ana María Matute

domingo, 22 de agosto de 2010

CUENTO SUFÍ - EL REFLEJO DE LA VIDA

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Patricia Bejarano, amiga bloguera y ex alumna de El Olivo nos mandó hace unas semanas un precioso cuento sufí que hemos decidido colgar aquí para que lo lean todos nuestros seguidores. Gracias, Patricia, te queremos.



Había una vez un anciano que se pasaba los días sentado junto al pozo que había a la entrada del pueblo. Un día un joven se le acercó y le preguntó:

-Yo nunca he venido por estos lugares... ¿Cómo son los habitantes de esta ciudad?

El anciano le respondió con otra pregunta:

-¿Cómo eran los habitantes de la ciudad de la que vienes?

-Egoístas y malvados, por eso me he sentido contento de haber salido de allí.

-Así son los habitantes de esta ciudad -le dijo el anciano.

Un poco más tarde, otro joven se acercó al anciano y le preguntó:

-Acabo de llegar a este lugar. ¿Cómo son los habitantes de esta ciudad?

El anciano volvió a contestar con la misma pregunta:

-¿Cómo eran los habitantes de la ciudad de donde vienes?

-Eran buenos, generosos, hospitalarios, honestos, trabajadores... Tenía tantos amigos y tan buenos que me ha costado mucho abandonarlos.
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-También estos habitantes de esta ciudad son así -afirmó el anciano.
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Un hombre que había llevado su rebaño a beber al pozo, y que había escuchado las conversaciones, en cuanto el joven se alejó, le dijo al anciano:
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-¿Cómo puedes dar dos respuestas completamente diferentes a la misma pregunta?
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Mira -le respondió el anciano-, cada uno lleva el universo en su corazón. Quien no ha encontrado nada en su pasado tampoco lo encontrará aquí. En cambio, aquél que tenía amigos en su ciudad encontrará también aquí amigos leales y fieles; porque las personas son lo que encuentran en sí mismas. Encuentran siempre lo que esperan encontrar.
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Para saber un poco más: el sufismo es una corriente espiritual del islam que se centra en la búsqueda de la perfección espiritual. Esta corriente ha tenido y tiene una gran influencia en todas las facetas de la cultura islámica: literatura, arte, música, cine (baste recordar las magníficas películas del director iraní Abbas Kiarostami)...
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martes, 13 de abril de 2010

NUESTROS ESCRITORES / CUENTOS

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EL SUEÑO

Hikari se fue a dormir. Como de costumbre, miró la foto de su difunta hermana que había muerto hacía ya un año, cuando Hikari sólo tenía cinco. Se envolvió en las mantas e intentó dormir. El sueño no acudía, hacía frío y el viento golpeaba fuertemente las ventanas. Al final consiguió dormirse profundamente.

Soñó que despertaba y caminaba tranquilamente por la casa. Todo era silencio; ni siquiera se oían sus pasos. Era como si no hubiese vida. Entonces Hikari sintió miedo, miedo por el propio silencio que le hacía pensar que todo estaba muerto. Intentó gritar, pero no se produjo sonido alguno. Entonces un fuerte golpe la atemorizó aún más, y esta vez sí escuchó su voz.

Abrió los ojos y notó cómo sus pulsaciones se aceleraban. Había sido una terrible pesadilla, pero ya había despertado. Escuchó el viento azotando las paredes y, aunque el sonido era espeluznante, se alegró de escucharlo. Por lo menos es mejor que el irritante silencio –pensó-. Miró por la ventana y vio las lúgubres lápidas en la oscuridad. Giró la vista hacia el otro lado del pequeño y oscuro cuarto y miró la foto de su hermana. Hikari rompió a llorar. Las lágrimas caían lentamente por su cara mientras recordaba a su hermana. De pronto, un rayo de luz se coló por las rendijas de la puerta. El resplandor iluminó el oscuro cuarto. Hikari se sintió atraída por la luz. Sigilosamente se dirigió a la puerta y la abrió lentamente. La luz la cegó mientras una ráfaga de aire la empujaba hacia el exterior acercándola al resplandor. Ella se dejó llevar por el viento y abrió los ojos, que ya no le dolían. Cuando estuvo lo bastante cerca, alargó un brazo para tocar la luz; ésta la absorbió tendiéndole una cálida mano que le daba la bienvenida a un sueño del cual la pequeña y frágil Hikari no despertaría nunca jamás.

Alba Sánchez Martínez, 2º A
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