LA ÚLTIMA PARADA DEL PORTERO TRUSEVICH (segunda parte)
El 6 de agosto fue la fecha establecida. El estadio parecía una plaza, un circo infinito dividido en dos únicos colores. De una parte, en las mejores tribunas, destacaba el verde de los uniformes nazis. El resto era la masa oscura de los ucranianos y de su esperanza, del hambre, de la miseria más negra que en aquel momento vivía una fiesta.
El Dynamo salió entre tímidos aplausos, con Trusevich a la cabeza, y se alineó en el centro del campo. Una algarabía acogió a los otros, el gran Flakelf, el tremendo equipo. Se inició el juego y, según el guión, los alemanes corrieron, se echaron adelante, cercaron al Start como si fuera un asalto.
Desde su pequeña área, delante de la línea que señalaba el límite entre la vida y la muerte, Nikolai Trusevich asistía a la lucha. Veía llegar a los adversarios corriendo, controlaba con la mirada las grandes trayectorias que realizaba la pelota lanzada con fuerza de una parte y de la otra del campo de juego. Esta vez es una masacre, pensó mientras devolvía el balón, no podemos resistir un asedio continuo.
Ellos eran débiles, prisioneros del hambre, del trabajo forzado, de la gran tensión; mientras que los otros corrían con el ansia de los lobos. No pasó mucho tiempo, unos diez minutos, y un cabezazo del delantero centro nazi llegó como un cohete hacia su portería. Nikolai se lanzó casi volando: lentamente, como petrificado, su brazo se levantaba, su mano pesaba más de una tonelada. Por los gritos alemanes comprendió que la pelota había entrado.
Goncharenko pasó por su lado y se agachó para recoger la pelota. No hubo necesidad de palabras. Sólo una mirada, un gesto amargo. Sólo un gran dolor. Después, con el balón en la mano, Makar se dirigió hacia el centro del campo para continuar el juego, pero con paso lento, sin descomponerse. Sentado en la base del palo, Trusevich vio esa caminata tranquila como si estuviese curioseando en un sueño: los otros jugadores, el árbitro, todo el estadio, todos se habían parado para mirar a aquel hombre que caminaba solo, lentamente, sobre el terreno de juego, con el balón en las manos, con la mirada serena de quien no se siente derrotado. Fue entonces cuando de la parte ucraniana sonó el primer tímido aplauso, seguido de otros y otros más hasta convertirse en un clamor.
Cuando continuó el juego, Trusevich comprendió que no se rendirían. El empate llegó, en efecto, poco después, y antes del final del primer tiempo Goncharenko escapó hacia la línea de fondo y colocó la pelota en el centro del campo. La esfera superó a los defensas y rodó hacia Balakhin. El ucraniano alzó los ojos hacia la portería, cruzó la mirada triste con el portero alemán, vio el enorme espacio que tenía delante y, en el silencio en el que le pareció que se había sumido el estadio, comprendió en un instante qué era la muerte. Ni siquiera tuvo tiempo de calcular y, en el fondo, frente a la portería un jugador no puede especular. Puede solamente tirar, y Balakhin tiró, golpeó aquel balón y lo colocó en medio de la red. Se pusieron delante en el marcador. No es un caso de heroísmo, no es ni siquiera valentía, pensó mientras se abrazaba con los compañeros. Queríais jugar, y yo he jugado.
Mientras tanto, en las gradas, los ucranianos habían recobrado el aliento, se notaba la alegría entre las protestas alemanas, los aullidos y los insultos vertidos sobre el campo. Alguno se puso nervioso en la tribuna, cogió incluso el fusil y comenzó a amenazar. El árbitro hizo la señal de que por el momento había suficiente.
En el descanso, el comandante Fischer, de la Gestapo, bajó a al vestuario de los ucranianos para soltarles un discurso. «Bravo, de verdad, enhorabuena», dijo con una sonrisa forzada, «queríais demostrar que sabéis jugar y lo habéis conseguido. Pero quizás sois duros de mollera, quizás no habéis comprendido. Ahora viene el segundo tiempo, cuarenta y cinco minutos para recuperarse. Procurad ir despacio. No es un consejo, es una orden», y lo dijo con su Luger en la mano.
En el segunda parte la pelota rodó como sus vidas, en un sentido que a menudo es el equivocado. El árbitro intentó favorecer por todos los medios la remonta, fue severo con los ucranianos y tolerante con los otros, pero el Start marcó igualmente dos goles, mientras que el Flakelf uno solamente. Con el 3 a 2, al público local le costaba trabajo reprimir la alegría, mientras que los nazis se desfogaban en una nube de rabia negra. La situación se convirtió en paradójica: por una parte vítores a media voz, una alegría enorme, pero contenida; por otra un bramido de gritos bestiales, palabras de ira, amenazantes disparos. En medio, el Start que danzaba, bordando un juego veloz con un arte feliz. Al cuarto gol, después de casi media hora, el árbitro pensó en el bochorno, quizá tuvo miedo de no haber sido lo bastante parcial, quizá pensó también en su suerte, y decidió que el partido ya había durado bastante.
El Start salió lentamente. Entre pocos aplausos valientes se retiró al vestuario. Ninguno hablaba, ninguno dijo ya nada. En una atmósfera irreal once hombres pasaron con la cabeza baja entre la gente que los aclamaba con los ojos y los que les escupían insultos. En los bancos de madera, entre las camisetas sudadas, Sukharev entonó un pequeño canto. Josif Kordik, mientras tanto, se encendió un cigarro mientras pensaba que ya se había cumplido todo. Cuando el General en Jefe Eberhardt lo llamó se sintió condenado.
El nazi tenía un gesto oscuro y con desprecio se dirigió a él: «Hoy os ha ido bien. Habéis tenido suerte. El Flakelf estaba cansado. Pienso también que no habéis comprendido que no estoy bromeando para nada. Ha sido, por supuesto, un azar y, por lo tanto, esta vez no cuenta. El partido se repetirá y, para que aprendáis, estáis todos arrestados. El 15 tendréis que jugar otra vez». Frente al nazi aullante, las lágrimas inundaron la cara de Kordik, y a las palabras del oficial llenas de un gran desprecio, el panadero objetó: «No es miedo, General, es por mis jugadores, es por el precio que tendrán que pagar: podéis repetir este partido mil veces más y ganaremos. Esto pasará si continuáis jugando. No os queda más solución que disparar».
Kordik mantuvo su palabra y también la mantuvo el oficial. Se les prohibió a todos mencionar la primera derrota. Ningún periódico, ninguna emisora de radio recogió la noticia de que once perros prisioneros se habían burlado de los amos. Eran once campeones y vencieron también el segundo partido. Makar Goncharenko lloró cuando marcó el gol. Esta vez la Gestapo llegó al vestuario apenas terminado el encuentro. Fueron golpeados, les dieron patadas como si fueran balones, algunos fueron arrestados y enviados al campo de concentración de Baby Yar.
Nikolai Trusevich fue arrastrado en medio de la calle, todavía con la camiseta puesta, y asesinado con un tiro en la nuca por un oficial. El hombre había sido un charcutero bávaro, gordo y jovial. En casa tenía a una anciana madre y a un hermano todavía más anciano que se había hecho cargo del negocio. Era un espíritu práctico. Trabajar y ahorrar. Siempre había puesto cuidado en aprovechar bien las cosas. Frente a aquel portero, todavía vestido de futbolista, pensó que un solo disparo podría bastar: para matar a un hombre un disparo es más que suficiente. Basta con disparar directamente en la cabeza, sin desperdiciar nada, incluso se puede añadir el desprecio y la excusa de una explicación. Por eso se puso al lado de Trusevich y le dijo al campeón: «Ahora para también este disparo, a ver si lo consigues». Era un espíritu práctico y le faltaba imaginación. Por eso nunca supo que mientras el proyectil salía de la pistola, por su derecha Trusevich lo vio llegar, veloz y derecho, y se lanzó para pararlo.
Esta narración está basada en hechos reales. El Start de Kiev fue un equipo singular, compuesto por jugadores de las dos mayores formaciones de Kiev, durante la ocupación nazi de 1942. Goncharenko, Sviridovskij, Korotkikh, Klimenko, Tyutchev, Putistin y Kuzmenko provenían del Dynamo; Balakin, Sukharev y Melnik del Lokomotiv. Su historia ha asumido con el tiempo el carácter de una leyenda conocida como “el partido de la muerte”; leyenda que tiene, por otro lado, un fundamento histórico: algunos futbolistas fueron asesinados, otros murieron en campos de concentración. El único que sobrevivió durante mucho tiempo fue Makar Goncharenko, fallecido en 2004, abanderado y testigo de aquella increíble formación. Su historia, con libres interpretaciones, ha inspirado a escritores y a directores de cine, entre ellos al húngaro Zoltan Fabri (Dos tiempos en el Infierno) y a John Huston (Evasión o victoria). En 2001 se publicó el libro Fútbol y guerra del periodista escocés Andy Dougan, quien, tras una larga investigación, relata la historia de esta formación de guerra. También el escritor y periodista uruguayo Eduardo Galeano narra la historia en su libro Fútbol a sol y a sombra (1995).
El partido de revancha se realizó el 15 de agosto de 1942, según algunos, el 16 según otros. Por eso le hemos dedicado las dos fechas, que nos venían muy bien, además, para dividir en dos el cuento, demasiado largo para una sola entrada. Esperamos que os haya gustado. Está incluido en el libro L'angelo di Coppi de Ugo Riccarelli (Ed. Mondadori) y no está traducido.
Monumento a los jugadores del Start frente al estadio del Dynamo de Kiev
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1 comentario:
¡Gracias por traducirnos este cuento! Me ha encantado entrar en esta historia.
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