martes, 3 de noviembre de 2009

EN MEMORIA DE FRANCISCO AYALA

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Hoy ha fallecido este granadino que vino al mundo el 16 de marzo de ¡1906! Tenía 103 años como 103 soles. Os podría contar algo de su larga vida, pero mañana ya darán cuenta de ella los periódicos; podéis, incluso, echarle un vistazo a Wikipedia. Os diré tan solo que fue un intelectual, un escritor, que escribió obras como La cabeza del cordero (1949), Muertes de perro (1958), Recuerdos y olvidos (1982-83, libro de memorias)... y tantas otras.
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Sí quiero contaros algunos encuentros que tuve con él. Bueno, lo vi algunas veces por la calle o coincidimos en algún espacio, pero jamás intercambiamos ni una palabra ni una mirada. Al menos él nunca me miró, que yo sí.
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La primera vez que lo vi fue una mañana de principios del verano de hace bastantes años. Él era ya un nonagenario y estaba solo, sentado en un banco del paseo de Recoletos, a la sombra, mirando apaciblemente a la gente que pasaba. A cierta distancia, para no incomodarlo, me paré a observarlo, y recuerdo que pensé lo mucho que habrían visto esos ojos. Pensé también que le debía de quedar poco tiempo de vida. Lo miré con cierta avaricia, como se mira algo que sabemos que está a punto de desaparecer. Pero me equivocaba.
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Volví a verlo alguna tarde tórrida del verano madrileño comprando entradas para ver alguna película en la Filmoteca. Me admiré de que mantuviera la curisiodad y las ganas de seguir conociendo y descubriendo cosas. Pensé que yo, a los noventa y tantos, quería ser como él.
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Lo volví a ver varias veces en las tomas de posesión de los nuevos miembros de la Real Academia de la Lengua (él lo era desde 1983). No faltaba nunca. Se sentaba en su sillón, en la fila de la derecha, entre otros académicos, y ni siquiera dormitaba: escuchaba con atención los discursos. Yo pensaba siempre que era probable que esa fuera su última sesión. Pero me equivocaba.
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Cuando cumplió 100 años dio una conferencia sobre libros en la Biblioteca Nacional. Por primera vez escuchaba su voz. No era la de un centenario. Era una voz templada, firme, fuerte; una voz que se correspondía con una mente envidiablemente lúcida, tanto que acalló con contundencia alguna pregunta absurda o impertinente. Pensé que a los cien años quería ser como él.
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El año pasado, en un festejo de la Real Academia se le podía ver sentado en un sillón departiendo animadamente y con un vaso de whisky en la mano. Empecé a pensar que era eterno. Pero no, hoy ha fallecido.
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Recibió todos los honores que puede recibir un escritor español: Premio Nacional de las Letras Españolas (1988), Premio Cervantes (1991), Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1998). Ha sido nuestro escritor más longevo.
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Siento que ya no va a sorprenderme más. Van aquí mi homenaje y mi admiración.
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Lola Sevila
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