martes, 10 de febrero de 2009

NEREA AGUIAR: UNA MIRADA ENTRE LÍNEAS

La crítica es el mejor homenaje que se le puede hacer a una obra de arte. Una mera opinión apenas dice de la obra en sí, más bien habla del propio observador y de su sensibilidad, de su simpatía hacia el artista y de su postura ante el fenómeno creativo en general. La crítica va más allá. Supone una nueva mirada, un acto de rebeldía frente a las apariencias, un excitante viaje a lo desconocido, una inquietante inmersión en el entramado que aflora y que subyace, para salir a flote con la sensación de haber contribuido a renovar la vida de la obra. Y cuando la crítica parte del entusiasmo germinal de esa primera mirada espontánea y culmina con un arrebato de admiración, como sucede con la obra de Aguiar, uno se da cuenta de que era necesario llegar hasta aquí, de que merecía la pena el esfuerzo sólo para comprender con alivio que el espíritu creativo sigue vivo y da frutos sorprendentes.

Una primera mirada a la obra de Aguiar hace inevitable la evocación de aquel prodigio que fue, y es, La alegría de vivir de Matisse, con el lirismo de sus líneas y la audacia del color, una vez controlada la furia cromática desatada por los fauves. Pero si en Matisse, al menos en su etapa central, la línea tenía sentido dentro de un paisaje o escenario más amplio que proporcionaba una razón de ser a las figuras humanas, en Aguiar la propia línea constituye a la vez el escenario y el objeto, las figuras brotan de esa línea omnipresente y se diluyen de nuevo en ella. A la independencia de las figuras de Matisse se opone aquí el entrelazado de las mismas, gracias a la osadía de una línea que se empeña en abarcar todos los rincones del lienzo porque no hay nada que ella no pueda explicar. Y a la vez sabe cuándo tiene que ceder, cuándo es innecesaria, y entonces se difumina y es el color el que impone la forma.

Como en Cézanne, en la obra de Aguiar el color se genera en los objetos y contribuye a darles forma prescindiendo de la perspectiva tradicional, pero mientras que en Cézanne el color no cesa de sobrepasar los límites de los objetos, Aguiar lo encierra dentro de la línea y lo somete a ésta para crear la sensación de un primer plano muy expresivo, detrás del cual se perfilan las demás figuras, en las que el color sí debe extenderse fuera de sus contornos para dejarlas en un segundo plano ficticio. Esta técnica del color como generador de planos, situando los objetos y figuras en un lugar determinado dependiendo de su grado de emancipación frente a la poderosa línea que todo lo abarca, proporciona a la obra de Aguiar el necesario juego de contrastes, un efectivo dinamismo visual que realza su expresividad.

La visión de Matisse del objeto como producto o creación del entorno, actor diferente en contextos diferentes, es en Aguiar una idea recurrente, casi obsesiva: el jarrón, el gato… Este último, que siempre se alza sobre sus patas delanteras, advierte de la posibilidad de un desenlace irracional, amenazador de la armonía que subyace en la trama del lienzo. El jarrón, por el contrario, es estático y acapara la visual, no se puede eludir y confiere a la escena una sensación de cotidianidad ineluctable, como si el drama estuviese latente en la rutina de cada día, acechando en cualquier rincón.





El cubismo analítico nos enseñó el camino a la deconstrucción dramática del mundo, que culminó en la composición sintética, en la cual el mundo es reconstruido con una nueva significación que huye de las apariencias y explora la verdad oculta. Esta idea está presente en la obra de Aguiar. En ella no hay cubos, desde luego, pero sí geometría al servicio de la composición sintética, basada en la línea de extremos imprecisos. Estamos más bien ante una obra cinematográfica, que se desarrolla en dos fases: en primer lugar, existe una 'puesta en escena' donde se distinguen perfectamente todos los elementos, configurando la verdad aparente; acto seguido esta verdad se diluye, la interpenetración de los elementos que la línea lleva a cabo desvela una realidad oculta, dramática, que aniquila la armonía reinante en la puesta en escena. En ciertos lienzos, como Mi lazo es fuerte, la síntesis llega a extremos realmente desapacibles.

Las obras de Aguiar no cuentan historias al estilo de Chagall, ni hay surrealismo en ellas o cualquier rastro de ensoñación. Son más cercanas a una suerte de hiperrealismo sintético, en el cual se nos avisa de las consecuencias atroces de una irrealidad, de una situación ilusoria que está predestinada al desastre y la ofuscación total. Esta temática y el tratamiento de la misma son muy evidentes en De cómo te inspiro y te expiro y Circunstancias. En el primero la verdad llega a ser insoportable y violenta, destructiva (la mano de la mujer, que el hombre no puede ver, es aquí una garra ominosa); las espirales maltrechas sugieren una caída tortuosa y dolorosa al fondo de un abismo sin solución ni vuelta atrás. En el segundo cuadro, en torno a la maternidad y la condición de mujer, este abismo doloroso no es tan explícito, más bien el dolor acecha como una sombra funesta, quizás eludible.

La dolce vita es el más traicionero de todos. En un principio denota solidez, cada pieza parece estar firmemente ensamblada, para luego descubrir que la composición se despedaza, manifestando una verdad frágil que muestra dos aspectos de la misma realidad, la que vemos todos lo días y la que no queremos ver, así como la difusa frontera que las separa. La mujer, en una pose gozosa y acomodada, tiene los ojos manchados, no puede o no quiere ver más allá de la realidad que le conviene: la dulce vida insustancial y aburguesada de la gran ciudad.



Hay dos cuadros que no he mencionado, por ser quizá más figurativos y técnicos. Si bien son premonitorios del potencial expresivo de su creadora, carecen de la tensión narrativa que hacen del resto obras realmente espléndidas.



Aguiar ha afrontado el reto que todo artista ha de asumir en algún momento de su periplo creativo: encontrar ese lenguaje propio que le permita revelar una realidad desconocida e intrigante. Y lo ha hecho con valiente originalidad.

Alberto Recio Martín
6 de febrero de 2009

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