viernes, 13 de febrero de 2009

EL13 DE FEBRERO DE 1837 MURIÓ MARIANO JOSÉ DE LARRA

Siempre me sorprendo cuando paso por delante del monumento a Larra que hay frente al Palacio Real de Madrid: en el pedestal que soporta su busto, están grabados los años de su nacimiento y su muerte: 1809, 1837. ¡Sólo tenía 28 años! Bueno, 27 porque le faltaban algo más de cinco semanas para cumplirlos. En tan corto espacio de tiempo, Mariano José de Larra había fundado varias publicaciones, había escrito una obra de teatro, una novela histórica y algunas poesías, así como unos doscientos artículos; había viajado por Europa, y en París conoció a Victor Hugo y a Alexandre Dumas; se había casado (“pronto y mal”), había tenido tres hijos y se había separado de su mujer; se había enamorado apasionadamente de una mujer casada; era el periodista más prestigioso de la época, admirado y –muchas veces—temido… ¿Cómo cabe tanto en 27 años? Siempre me produce estupor y algo de vergüenza propia.

Este año se cumple el segundo centenario de su nacimiento, y justo hoy, 13 de febrero, hace 172 años que se quitó la vida. Sirvan estas líneas para recordar su muerte y su vida.
Su padre, Mariano de Larra y Langelot, fue médico militar al servicio de José I Bonaparte, y durante la Guerra de la Independencia abandonó España con su familia para residir en Francia. En 1818 volvió la familia Larra (Mariano José tiene 9 años). La influencia paterna y la estancia en Francia harán de Larra un afrancesado –vehemente, eso sí, como buen romántico.

Tras residir en diferentes ciudades, en 1825 se instala en Madrid, donde se pone en contacto con un grupo de jóvenes literatos e intelectuales (Ventura de la Vega, Bretón de los Herreros…) con los que se reúne en un café de la calle del Príncipe en una tertulia a la que denominan “El Parnasillo”.


Larra va a dedicarse fundamentalmente al periodismo satírico: con sólo 19 años funda El duende satírico del día, un folleto mensual dedicado a la crítica de la sociedad de su tiempo, creado a imitación de publicaciones inglesas del mismo tipo. Firmará con el seudónimo “El duende”, uno de los muchos que usó: Juan Pérez de Murguía, o –el más conocido- Fígaro. Colaboró en varias publicaciones: El pobrecito hablador, Revista Española, El Correo de las Damas, El Observador, El Mensajero, El Español, El Mundo, El Redactor General

Sus artículos se clasifican en: artículos de costumbres, literarios y políticos. En todos destaca su afán reformador y su deseo de que España progrese y se modernice.
Sus artículos de costumbres –quizá los más conocidos-- son una crítica al atraso de España, las costumbres zafias y groseras del pueblo y de los burgueses, la pereza, la falta de educación, la incultura, la hipocresía, la vanidad… (¡Dios, qué diría si nos viera hoy!).

Sus deseos reformadores van derivando cada vez más hacia el desaliento. Intenta participar en la política nacional, y se presenta como diputado por el partido conservador. Sale elegido, pero el Motín de la Granja (12 de agosto de 1836) provoca un cambio político que no le permite tomar posesión.

Al desengaño político y la disconformidad con la sociedad española en general se une la ruptura –una de tantas—con su amante, Dolores Armijo. De esta época son sus artículos más pesimistas: El Día de Difuntos de 1836, Horas de invierno, La Nochebuena de 1836 y Exequias del Conde de Campo Alarge.

Basta este fragmento de El Día de Difuntos de 1836 para captar su pesimismo y su profunda depresión:

“Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas a otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio! ¡Y para eso salían de las puertas de Madrid!

Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo.
Entonces, y en tanto que los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los muertos, yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las calles del grande osario.

-¡Necios! –decía a los transeúntes-. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte […]”





La tarde del 13 de febrero de 1837, día de Carnaval, Dolores Armijo, con su cuñada, se presentó en el número tres de la calle Santa Clara, donde vivía Larra. Iba a comunicarle a su amante que la ruptura –ahora sí—iba a ser definitiva: ella se marchaba para siempre, viajaba a Filipinas para reunirse con su marido. La entrevista fue tensa, llena de reproches y de súplicas, pero Dolores estaba decidida. Aquello era era el final. Había caído la noche sobre Madrid y sobre el corazón de Larra.

Las dos mujeres salieron de la casa, bajaron las escaleras en penumbra, y el silencio se llenó del ruido de sus pasos, del frufrú de las telas de sus vestidos, y quizá de algún sollozo de Dolores. Al llegar al portal, su cuñada abrió la puerta con energía y se retiró para dejarla pasar. Un frío intenso golpeó su cara, sobre todo los ojos, todavía húmedos. Justo cuando atravesaba el umbral, se oyó un disparo que venía de arriba. Dolores lanzó un grito que se convirtió en gemido. No hay vuelta atrás. Por una calle cercana se escuchaba la algarabía de unas máscaras. Las dos mujeres aceleraron sus pasos y desaparecieron en la oscuridad. ¿Podré vivir con el remordimiento?

Bueno, quizá no fue así, pero yo así lo recuerdo, con la claridad que tienen los recuerdos de lo que nunca se ha vivido.

Cuentan que, poco tiempo después, Dolores embarcó hacia Filipinas y que su barco naufragó en el Cabo de Buena Esperanza. A lo mejor tampoco esto es verdad, pero, a veces, la vida se parece mucho a la literatura.

El cuerpo de Larra se veló en la cripta de la cercana iglesia de Santiago, y el día 15 se celebró un entierro multitudinario en el que un joven poeta de Valladolid llamado José Zorrilla leyó un sentido poema (ripiosillo, en su estilo) que le sirvió para darse a conocer. Si este poema se escuchó entonces, que se escuche también hoy para recordar la muerte de Mariano José de Larra. Descanse en paz.

LOLA SEVILA

Poema A La Memoria Desgraciada Del Joven Literato D. Mariano José De Larra de Jose Zorrilla

Ese vago clamor que rasga el viento
es la voz funeral de una campana;
vano remedo del postrer lamento
de un cadáver sombrío y macilento
que en sucio polvo dormirá mañana.

Acabó su misión sobre la tierra,
y dejó su existencia carcomida,
como una virgen al placer perdida
cuelga el profano velo en el altar.
Miró en el tiempo el porvenir vacío,
vacío ya de ensueños y de gloria,
y se entregó a ese sueño sin memoria,
¡que nos lleva a otro mundo a despertar!

Era una flor que marchitó el estío,
era una fuente que agotó el verano:
ya no se siente su murmullo vano,
ya está quemado el tallo de la flor.
Todavía su aroma se percibe,
y ese verde color de la llanura,
ese manto de yerba y de frescura
hijos son del arroyo creador.

Que el poeta, en su misión
sobre la tierra que habita,
es una planta maldita
con frutos de bendición.

Duerme en paz en la tumba solitaria
donde no llegue a tu cegado oído
más que la triste y funeral plegaria
que otro poeta cantará por ti.
Ésta será una ofrenda de cariño
más grata, sí, que la oración de un hombre,
pura como la lágrima de un niño,
¡memoria del poeta que perdí!

Si existe un remoto cielo
de los poetas mansión,
y sólo le queda al suelo
ese retrato de hielo,
fetidez y corrupción;
¡digno presente por cierto
se deja a la amarga vida!
¡Abandonar un desierto
y darle a la despedida
la fea prenda de un muerto!

*
Poeta, si en el no ser
hay un recuerdo de ayer,
una vida como aquí
detrás de ese firmamento…
conságrame un pensamiento
como el que tengo de ti.


José Zorrilla

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