viernes, 8 de enero de 2010

ECONOMÍA HUMANISTA

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Tras el paréntesis navideño volvemos a la cruda realidad, y nuestra cruda realidad es la crisis económica; eso que nos explican una y otra vez y que nunca acabamos de entender o, si lo entendemos, nos escandaliza. Quizá tendríamos que revisar nuestro sistema económico. Hemos encontrado un artículo de José Luis Sampedro que se titula «Economía humanista», apareció en la revista Mercurio, publicación gratuita para la difusión de la lectura que se distribuye en las librerías de Andalucía. Creemos que es interesante su punto de vista, así que os lo regalamos.



ECONOMÍA HUMANISTA

Ante la situación actual de la crisis, parece ineludible plantearse un problema clave: decidir si el fin primordial de las actividades económicas es aliviar las necesidades materiales de la Humanidad o, por el contrario, aumentar los beneficios monetarios de los acaudalados. La cuestión se impone porque la información cotidiana nos muestra que el segundo objetivo prevalece frecuentemente sobre el primero.

Un ejemplo flagrante lo ofrece la ayuda mundial contra el hambre sufrida, según la FAO, por mil veinte millones de personas. En el pasado año, mientras los gobiernos dedicaban cientos de miles de millones para salvar a las instituciones financieras en crisis, la propia FAO sólo recibió la promesa (nunca cumplida luego) de doce mil millones. Después se han publicado los acuerdos del G-8, reunido en Italia, donde los mandatarios mundiales han aumentado las ayudas contra la crisis alimentaria, pero sólo hasta catorce mil trescientos millones, cifra ochenta veces menor que el dinero aportado para salvar la crisis financiera. ¿Hacen falta mayores argumentos para pedir una economía más solidariamente humanitaria?

No son fines incompatibles, por supuesto, pero tampoco equivalentes. El problema se plantea, pues con frecuencia se afirma que el alivio de la miseria es complementario del enriquecimiento ajeno, ya que del banquete de los opulentos siempre caen migajas y sobras que benefician a los desposeídos. Se afirma, además, que el comercio mejora automáticamente la distribución de los bienes y a ello se suma la fe en la mano invisible (léase “providencial”) del mercado. Incluso un premio Nóbel definió a esta institución como la “libertad de elegir”. Libertad ¿de quién?, porque en el mercado la libertad sólo la da el dinero, y con el bolsillo vacío no hay elección posible. En cambio, el opulento allí no sólo elige a gusto sino que influye, si quiere, en las elecciones ajenas, gracias a la publicidad y a los psicólogos del marketing. Esta evidencia viene siendo escamoteada por la ideología dominante de los neoliberales, tan opuestos a todo control estatal como empeñosos en exigir la libertad absoluta en los mercados. Libertad que en sus manos se convierte en una dictadura de hecho.

No sorprenda mi afirmación. La libertad es como las cometas: sólo vuelan cuando están atadas. La cuerda que las retiene es la responsabilidad inseparable de la libertad. Sin ella, se rebaja a mera voluntad arbitraria. Por eso los revolucionarios de 1789 sujetaron su cometa de la libertad con dos cuerdas: la igualdad y la fraternidad. Dos fuerzas bien necesarias hoy para inspirar una economía humanitaria.

Por supuesto, el mercado es indispensable para el intercambio en toda sociedad con intensa división del trabajo, pero sus ventajas para el capitalista han extendido su alcance de tal modo, que el sistema lo convierte todo en mercancía, incluidas relaciones humanas y muchas actividades culturales que, poco a poco, van cayendo en el saco sin fondo de la Organización Mundial del Comercio. Vivimos en una sociedad de mercado: su referente supremo es el dinero, cuyos adoradores, fervorosos creyentes del mercado, persiguen el beneficio en todos los ámbitos. Hoy es bien visible la falta de respeto capitalista a la naturaleza, víctima de agresiones irremediables, como también su inhumano desinterés por la mayoría desposeída, regateándole el disfrute de recursos terrenales, patrimonio de toda la Humanidad.

Esa ideología hace imposible que el sistema se enmiende porque es consustancialmente predatorio e insolidario. Pero acabará corrigiéndose a su pesar, porque el modelo de desarrollo en que está empeñado es claramente insostenible, y entonces…

Pero ésa es otra historia cuya solución alternativa sería una economía humanitaria capaz de resolver verdaderamente la crisis actual.

José Luis Sampedro, Revista Mercurio, nº 114, octubre 2009



Es posible que algunos no conozcáis a José Luis Sampedro, así que os vamos a explicar quién es, sobre todo porque nos cae muy bien. Sampedro nació en Barcelona en 1917, pero muy pronto su familia se trasladó a Tánger, donde vivió hasta los trece años. Cuando llegó la Guerra Civil luchó en los dos bandos (primero en uno y luego en otro). Acabada la guerra, se trasladó a Madrid para estudiar Ciencias Económicas, y lo hizo con brillantez. Después dio clases en la misma Universidad en la que estudió (la Complutense) y trabajó en el Banco Exterior de España (institución dependiente del Estado) y posteriormente en el Ministerio de Hacienda. En 1977 fue nombrado por el Rey senador, lo será hasta 1979.

Además de su actividad como economista, se dedicaba también a escribir novelas, sobre todo tras su jubilación. En 1990 fue elegido miembro de la Real Academia Española: para cuidar el lenguaje económico (y literario) y, probablemente, para aportar su sentido común y su bonhomía.

Como aprovechamos cualquier ocasión para meteros algo de literatura, os vamos a hablar un poquito de una de sus novelas de más éxito, La sonrisa etrusca, publicada en 1985. En esta obra nos cuenta la historia de un viejo calabrés viudo y gravemente enfermo que abandona su pueblo para marcharse a casa de su hijo en una ciudad de la Italia desarrollada. Allí también va a recibir atención médica. Tiene cáncer, le queda poco tiempo de vida, pero en el tiempo que le queda va a descubrir cosas muy hermosas: la ternura por su nieto Bruno, el amor; va a replantearse muchas de las ideas sobre las que ha construido su vida de campesino del sur. Y no contamos más, hay que leerla, porque es tierna, porque está bien narrada, porque nos habla de la vejez, de la que nadie quiere hablar y porque nos dibuja en el rostro una “sonrisa etrusca”.





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