jueves, 26 de agosto de 2010

NUESTROS ESCRITORES / CUENTOS

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Volábamos a treinta mil pies, y el piloto de American Airlines nos había dicho que tendríamos dos horas y 10 minutos para llegar a nuestro destino. El avión iba a un tercio de su capacidad, y el pasaje se sentó a su antojo, sin respetar su número de asiento. Estábamos en familia.

Sobrevolábamos Cuba, y desde el cielo casi se podía ver la barba de Fidel. El día era espléndido. Después del refrigerio obligado, las nubes fueron rodeándonos de tal manera que apenas se podía ver el extremo del ala de Boeing 737, serie 400, equipado con turboventiladores CFM56-3, y que unía el último trayecto de mi viaje, entre Miami y San Salvador. El piloto encendió el testigo que indicaba al pasaje que debíamos ponernos el cinturón. Por supuesto que me lo abroché de inmediato. La azafata, joven y guapa (en nada se parecía a sus compañeras de la ruta transoceánica), permanecía sentada en el reposabrazos de un asiento cercano al mío, hablando de forma distendida con un pasajero que parecía ser de los habituales de este trayecto.

De pronto, el ave voladora, nacida en mayo de 1987 en los alrededores de Seatle, empezó a moverse con tanta brusquedad que, si no fuera por la niebla, seguro que habría arrancado fuertes aplausos de los habitantes del Yucatán o la sonrisa de los tiburones del Caribe. La aeromoza, que hasta entonces me había atendido en un más que aceptable español, empezó a gritar como una loca mientras fijaba su cinturón en el asiento de al lado, indicando lo que parecía ser una desesperada llamada a llevar a cabo las normas de seguridad, que sólo ella y su conocido pasajero estaban, a todas luces, incumpliendo.

Mi cerebro empezó a funcionar a una velocidad desconocida para mí; parecía una computadora de última generación: quizás auguraba que pronto iba a quedar obsoleta y debía dar lo mejor de sí, antes de ser reemplazado por otra de más rapidez y mayor capacidad. No dejaba de chequear todo lo que estaba en mi disco duro de forma rápida, pero ordenada.

No tengo ni idea de inglés, pero la entendí perfectamente. Ella no tradujo, y llegué a pensar que hubiera sido peor de haberlo hecho: habría interrumpido mis oraciones.
Corría el tres de julio de 1996 del año de Nuestro Señor.

J. Manuel G. Lobo
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