domingo, 15 de agosto de 2010

EL PARTIDO DE LA MUERTE / I

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Os ofrecemos hoy la primera parte de un cuento del escritor italiano contemporáneo Ugo Riccarelli. Mañana tendréis la segunda parte y la razón por la que hemos traducido precisamente este cuento para vosotros. Esperamos que os guste. Trata de fútbol.


LA ÚLTIMA PARADA DEL PORTERO TRUSEVICH (primera parte)
Ugo Riccarelli

El 12 de abril de 1942, Nikolai Trusevich, desde el patio de la gran panadería de la calle Degtyarevskaya, miró el cielo de Kiev: estaba untado de un blanco tan claro que parecía una extensión de nata montada. Nevará pronto, pensó, y se apoyó contra el muro, intentando que resbalara fuera de su cuerpo el cansancio de un trabajo demasiado duro.

Volvió la mirada hacia las nubes, después cerró los párpados y se dejó acariciar por el viento helado. Sólo entonces se dio cuenta de que a media voz estaba tarareando una retahíla blasfema sobre las notas de la vieja nana con la que la señora Berberova lo dormía durante su infancia:

«Señor del mundo, señor del cielo, mándanos pronto la nieve, pero no un velo, mándanos un monte de nieve, mándanos un mar, haz que nadie pueda ya disparar, manda la nieve sobre Rusia, Egipto y Francia, manda tanta como el avión que lanza las bombas de muerte sobre nuestras casas, haz que su blancura cubra toda la tierra, que acalle los sonidos, que acalle la guerra, déjanos vivir cubiertos y frescos, distantes y lejanos de estos alemanes…».

Quería dormirse y despertarse cubierto de blanco, apretó todavía más fuerte los párpados y apoyó la cabeza en la pared de cemento, y continuó repitiendo las estrofas de aquella extraña letanía. Fue por eso por lo que no se dio cuenta enseguida de que Josif Kordik estaba a su lado y cuando oyó su voz sintió un sobresalto de sorpresa y también una ligera vergüenza, seguro que él había escuchado las palabras que se había puesto a canturrear.
«De nada sirve rezar, Nikolai» dijo Kordik, «los alemanes no se irán por cuatro copos de nieve. Incluso nos la harán quitar con las palas…».

Desde hacía muchos meses Ucrania había sido invadida por los nazis que habían tomado posesión de Kiev y la gobernaban como conquistadores. La vida normal se había parado y, como prisioneros, la primera ocupación de todos se había convertido en la supervivencia, pasar el día esperando encontrar una forma de llegar a la noche, aprendiendo a actuar sin la vida, que parecía que se hubiera alejado. También Trusevich se había tenido que adaptar. Él, el gran portero, uno de los símbolos del Dynamo de Kiev, había encontrado trabajo en la panadería, junto a muchos otros de sus compañeros futbolistas.

«Al menos nosotros no sentimos demasiada hambre» decía a quien se indignaba por una ocupación tan impropia de los gloriosos deportistas. La cabeza baja, la boca apretada, formulaba esa excusa con la vergüenza de quien sabía que otra gente era todavía más maltratada.

Aquella noche, apoyado en la pared, a la espera de la nieve, quizá por la melancólica retahíla que su amigo acababa de recitar, o quizá por el afecto de dos personas que se apreciaban mutuamente, a Josif Kordik le vino una idea de repente y se la explicó al campeón, en voz alta, casi como si fuera un canto que contrastaba con su oración triste.
«Nikolai, aquí dentro tenemos material suficiente para no abandonarnos a una vida de prisioneros y esclavos», dijo con seguridad el panadero. «No me refiero a la harina, no me refiero al pan. Me refiero a los mejores futbolistas que jamás tuvo Ucrania. Aparte de ti, están Goncharenko, Sviridovskij, Korotkikh, Klimenko, Tyutchev, Putistin y Kuzmendo, del Dynamo; Balakin, Sukharev y Melnik del Lokomotiv. En suma, piénsalo bien. Hay un equipo completo y de los mejores. Digámoselo a los otros y volvamos a jugar. Salimos fuera de esta fábrica, desafiamos a alguien. ¡Dando patadas al balón volveremos a encontrar la vida, demostraremos a la gente de Kiev que todavía no está acabada!»

Así fue como nació el Start, un equipo extraño, fusión de las dos mayores formaciones de la ciudad, en tiempo de guerra. Once futbolistas prisioneros, once verdaderas estrellas, entrenados por un improbable manager: un panadero.

El campo de entrenamiento fue el patio de la gran panadería, la de la calle Degtyarevskaya, después de turnos mortales de cansancio, bajo la mirada de los soldados alemanes. Por la noche, porque el día se ocupaba en el trabajo: limpiaban el lugar de nieve, hacían los montones que señalaban las porterías. Estaban cansados y débiles por el trabajo y por su suerte, pero el juego volvió pronto a sus piernas, y hasta los alemanes a veces mostraban signos de complacencia, y un poco de admiración.

El fútbol es una magia extraña, un lenguaje universal, es una fiesta para el cuerpo y para la mente. También en la guerra. Incluso un soldado enemigo consigue apreciar la simetría perfecta de una jugada bien compuesta. El jefe de la vigilancia alemana, un tal Krueger, un día llamó a Kordik a su despacho, cercano a la entrada. Sentado tras la mesa, sin dar la impresión de conceder ninguna confianza al prisionero, mirando hacia un punto indefinido, en la pared, le dijo al panadero que estaba firmes ante él:

«Vuestro país es triste, los días en este rincón del mundo son todos grises y sombríos, incluso cuando el verano está ya aquí. Nuestra gloriosa tropa necesita distraerse y el Mando local está buscando contrincantes para el equipo de los camioneros. He visto que habéis organizado un equipillo de fútbol. Me parecéis bastante buenos. Por lo tanto, jugaréis contra nosotros. El encuentro se ha fijado para mañana».

El 12 de julio de 1942, el Start hizo así su debut. Fue un comienzo modesto, en un pequeño campo detrás de la estación, con casi exclusivamente alemanes en las tribunas y once rudos camioneros que daban patadas al balón. Antes de entrar en el campo, Nikolai Trusevich miró al cielo. La acostumbrada pizarra gris de nubes era un velo que cubría Kiev y a su gente, incluso hasta dentro del barracón en el que se estaba desnudando. Pero bastó estar preparado, la camiseta y los pantalones de deporte, y comprendió que nada podría parar su deseo de estar vivo. Una ojeada a los compañeros, ninguna palabra, y desde el centro del campo el juego del equipo fue una sola vida. Vencieron por 4 a 1, sin esforzarse, a pesar de que los alemanes golpearon duro y de que el árbitro había fingido no ver. El premio por aquella victoria fue solamente una mirada, al día siguiente, mientras Kordik entraba a trabajar: se cruzó con los ojos de Krueger y éste lo miró fijamente durante un instante, después cambió de dirección, bajó la mirada, sin rechistar. Al ucraniano le pareció que había ganado un trofeo, y se sintió un campeón.

Dos días después fue llamado de nuevo al despacho cercano a la entrada y, como si nunca se hubiera jugado ningún otro partido, el alemán ordenó a Kordik que preparase al equipo para un encuentro con el de los ingenieros.

«Es un gran honor para vosotros que sois poco más que perros», dijo. Y añadió seco: «Estad preparados, el partido se jugará mañana».

El 17 de julio el Start afrontó su segundo compromiso, y no sintió el cansancio en un encuentro disputado apenas cinco días después de su primer partido. Ganaron 6 a 0. Hicieron pedazos a los ingenieros que, a pesar de todo, se comportaron lealmente. A la mitad del primer tiempo, Goncharenko, situado a la derecha, enganchó al vuelo la pelota y con un tiro que pasó sobre el jugador que lo marcaba, colocó la pelota en el centro del área para que su compañero metiera un gol. Y mientras éste lo abrazaba y a su alrededor los aplausos de sus compañeros subían al cielo, vio a su adversario que venía a su encuentro lentamente, en silencio, mirándolo con admiración, con la boca abierta como si quisiera hablarle. Makar olvidó al enemigo, vio a un hombre con bigote y lanzó una sonrisa hacia su adversario, pero éste se quedó inmóvil un instante, después se dio la vuelta. Al terminar el encuentro, ningún alemán les dio la mano. Goncharenko aquella noche soñó con el alemán que se paraba a mirarlo con estupor, como se mira a un marciano.

Las primeras victorias del Start hicieron efecto. En aquella ciudad doblegada por el hambre y por la muerte, las victorias de los ucranianos fueron un abrazo, un verdadero gesto de afecto hacia la gente que arrastraba su pena por la vida. Los ucranianos hablaban a menudo sobre el último partido, se sentían más fuertes y más contentos. El gran Dynamo había vuelto, bajo otro nombre, había renacido para dar problemas a los enemigos y esperanza a la gente de Kiev.

El 19 de julio se enfrentaron al MSG Wal, un equipo magiar de primer orden que jugaba un fútbol fino, el fútbol del danubiano, rico en fantasía, velocidad y tensión. Acabó igual, con el triunfo de las estrellas rusas, de los panaderos. Marcaron cinco veces, con gran soltura, y al final del partido, mientras la gente cantaba de alegría, Josif Kordik aceptó jugar una revancha una semana más tarde.

El MSG Wal hizo todo lo posible para no quedar en entredicho, para quedar bien en un encuentro con jugadores de nivel, aunque estuvieran poco entrenados, delgados y cansados por el trabajo forzado. El partido fue difícil y muy disputado. Fue Pavel Komarov quien hizo el jaque mate cuando marcó el tercer gol, después de que el MSG fuera ganando incluso por 2 a 1.

Al partido, sentado en la tribuna, asistió el General en Jefe Eberhardt. En el estadio los ucranianos estaban exultantes por la nueva victoria, gritos de júbilo y caras contentas. Aplaudían a sus jugadores, a Komarov y a Goncharenko que los habían entusiasmado, a Trusevich que había parado como un campeón. El nazi hizo un gesto de asco. «¡Es absolutamente necesario dar una lección a esta subespecie humana!», dijo.

En la reunión del Alto Estado Mayor alguien habló de aniquilarlos, de una mano dura que acabara para siempre con la cara de satisfacción de los ucranianos. Fue entonces cuando Eberhardt pidió la palabra.

«No creo que esa sea la mejor solución», dijo con una sonrisa forzada. «¿Pensáis de verdad que matando a alguno, que encarcelando a algún otro, se puede reducir la satisfacción que sienten por esas victorias? ¿Si interrumpiéramos las exhibiciones de sus jugadores, incluso si las prohibiésemos, pensáis que olvidarían los éxitos, creéis que no continuarían pensando que son fuertes e invencibles como lo han sido hasta ahora?». El silencio inundó la sala. Todos comprendieron lo que el General en Jefe quería decir. La sensación de ebriedad que regala un gol decisivo no acaba sólo porque no se pueda jugar más. Quedará el gusto de saber, el placer de contar cómo tus campeones doblegaron a todos los contrincantes, el deseo de evocar un gesto, de describir una acción. Y circulando de boca en boca, aumentada por el sentido de lo prohibido, la gesta de un simple partido de fútbol se convertirá en historia popular, épica para transmitir con historias que serán un mito.

«Es necesario encontrar otra salida», dijo Eberhardt a los oficiales, «algo que definitivamente les quite de la cabeza a estos perros la idea de que son los mejores. ¡Tienen que volver a ser nada de nada!». Esta última palabra vibró, como un golpe seco que no admitía condiciones. El nazi la dejó resonar todavía un poco más, mientras que con la espalda recta sopló con una voz diabólica su propia solución.

«Es necesaria una derrota», dijo, «por lo tanto, es necesario seguir jugando. Pero jugar con astucia, enfrentar contra esta formación, que ha demostrado ser muy buena, a nuestro mejor equipo de fútbol, y vencerlos, humillarlos, demostrarles con hechos que no pueden aspirar a ningún tipo de salvación». Entre los oficiales corrió rápidamente un susurro, una palabra que a todos les pareció obvia: Flakelf.

«Llamaremos al Flakelf, el equipo invencible de la Wehrmacht», dijo finalmente Eberhardt haciendo explícito el murmullo común. «Jugaremos el partido en el estadio del Dynamo y los venceremos. Daremos una gran publicidad a este encuentro, obligaremos a los ucranianos a constatar con sus propios ojos nuestra fuerza superior».

Desde el día siguiente, en efecto, los periódicos y la radio anunciaron la llegada del imbatible equipo alemán. En los muros de Kiev aparecieron millares de carteles que exaltaban el gran encuentro de fútbol entre el Flokelf, equipo de las Fuerzas Armadas alemanas, y el Start, formación local.

Josif Kordik reunió a sus hombres en la fábrica de pan. Los rostros estaban tensos y oscuros, en el aire serpenteaba un pésimo humor.

«Amigos míos», comenzó el entrenador, «no os oculto que este asunto huele a muerte. En el sentido de que, lo mire por donde lo mire, no le veo nada bueno. Quiero ser claro. Éstas son nuestras opciones: ser derrotados y, por lo tanto, seguir siendo esclavos, o vencer e ir al encuentro de nuestro final. Por lo que conozco de los nazis, en efecto, no creo que acepten la derrota sin reaccionar. Es una prueba de fuerza, y ellos quieren demostrar que son los más fuertes. Vencer significa morir».

En el espacio angosto del patio, en la oscuridad de la noche, el discurso de Kordik resonó espectral. Una trampa gigante, un juego mortal en el que los había arrojado su propia bravura.
«Yo os pido escusas a todos», continuó Kordik con voz quebrada, «os pido perdón por haber tenido la idea de involucraros a todos en esto, obligándoos así a una elección que en realidad no se puede hacer. Pensaba en la liberación, pensaba en cómo sabéis jugar, pensaba en el balón, y en vez de todo eso os he metido en un juego de locos. En vez de eso, os estoy mandando al matadero».

El grupo de hombres se mantuvo sentado, cada uno escuchó en silencio sus palabras. Sólo Trusevich hizo sonar su voz. Bajo el claro de luna, en aquel hielo feroz de un mañana que parecía perdido, el portero habló:

«Yo no me siento vencido. No es justo pensar que nosotros somos los culpables. Es el que nos oprime quien nos obliga a morir. Yo no elijo, querido Josif, no puedo hacer otra cosa. Soy un portero y solamente puedo parar balones. ¿Alguno de vosotros iría al campo con la intención de fallar el pase?»

No hubo discusión. No hizo falta valor para comprender cómo se comportarían.
Aquella noche, el portero soñó que jugaba un extraño partido en un campo en cuesta. Los balones lanzados por sus propios compañeros volvían a caer hacia atrás, se le abalanzaban y él se mataba por poderlos atrapar. Sin embargo, al final del juego había conseguido parar cada una de las pelotas que le habían llegado. Estaba cansado, extenuado, con la camiseta empapada de un sudor que se parecía a la sangre. Frente a la portería estaba ahora la Muerte, elegante, gentil, vestida de oscuro.

«Tengo que lanzar por última vez», le dijo con calma mientras colocaba el balón. «Me gusta actuar, cómo diría…, con cierto… rigor». Y riendo le dio una patada a la pelota. Nikolai se tiró para intentar pararla. Fue sacudido por una avalancha de golpes, una granizada de impactos de metralla. Se despertó de repente, el aire era casi caliente, la frente sudada, entre las manos apretaba su almohada de paja.

(Continuará mañana)

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