jueves, 16 de septiembre de 2010

DEL PUPITRE A LA MESA GRANDE

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Si hace once años, cuando entré por primera vez en un aula del instituto El Olivo esperando a que me presentaran a mi tutora y me explicaran qué era eso de la secundaria, me hubieran preguntado qué estaría haciendo once años después, no se me habría ocurrido decir, ni por asomo, que estaría explicando el complemento directo a niños que por aquel entonces estaban a punto de nacer. Pero, ¡cómo cambian las cosas!

Mis años de instituto se pasaron entre láminas de dibujo, proyectos de Tecnología, el horrible test de Cooper, la quí
mica orgánica y la inorgánica, la trigonometría, las lecturas obligatorias y placenteras y más de esas cosas de las que vosotros sabéis bastante. Pensaba -¡y acerté!- que sería profesora. No sabía de qué asignatura, pero sabía que sería profesora. Y a finales de primero de bachillerato, cuando ya tenía claro que estudiaría una carrera “de ciencias”, decidí pasarme al bando contrario y estudiar Filología. Esos estudios me abocaban irremediablemente a la labor docente. Y esa idea me encantaba. Me pondría en el lugar de las personas que tanto me habían enseñado y a las que tanto respeté siempre.

Y aquí estoy ahora, después de tantos años, haciendo un repaso de lo que ha sido mi primer año como profesora de adolescentes “tan pequeños” (y lo escribo entre comillas, porque a veces tengo la sensación de que no lo son tanto) como yo lo fui alguna vez.

Mi primer día de clase como profesora de secundaria tenía tanto miedo –o más- que mi primer día como alumna de secundaria. Había oído muchas cosas acerca de la adolescencia de hoy en día, y la mayoría eran cosas malas. Menos mal que trato de ser siempre positiva y no acercarme a las situaciones con prejuicios. Así que comencé de cero, con un curso nuevo. El primer día de clase, mis alumnos de 1º de ESO tenían tanto miedo como yo. A ninguno se nos notó. Tanto ellos como yo hemos recorrido un camino de aprendizaje juntos.

Poco a poco he ido aprendiendo a ser profesora, y la total inexperiencia del principio se ha convertido en una inexperiencia menor. Eso no quiere decir que alguna vez pueda llegar a tener la receta milagrosa o el saber absoluto para dar clase. Igual que en la vida, todas las profesiones requieren de seguir aprendiendo siempre, paso a paso. De quienes más aprendo es de mi alumnos. Estoy convencida de que aprendo yo más de ellos que ellos de mí –y no porque sea mala profesora; que no lo soy-. Me enseñan, sin darse cuenta, muchísimas cosas acerca del esfuerzo, la amistad, el tesón, los sentimientos, las emociones. Aprendo de ellos cuando veo que de sus ojos sale una lágrima porque he hecho que se acuerden de sus países, que dejaron atrás para emprender una nueva vida. Aprendo de ellos a empezar desde cero; a dejar atrás algunos pasados y mirar hacia el frente con ilusión. Aprendo de ellos la paciencia; la capacidad de escucha que algunos de ellos tienen; la curiosidad ante lo nuevo; la necesidad de conocimiento.

Si tuviera que resumir en una palabra mi experiencia de este curso, diría “Aprendizaje”. El poso que me queda de estos últimos meses es que la vida se vive aprendiendo, y que aún me queda mucho por saber. Pero no lo vivo con pena o como una losa que cargo sobre mí, sino como una liberación.
Patricia Bejarano, ex alumna de El Olivo
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1 comentario:

  1. Muchas gracias Patricia por compartir tus sentiientos y tu experiencia con nosotros. Me encanta que, a los que llevamos más de dos decádas en esta profesión, nos recuerden cuáles son las razones, entre otras, por las que estamos aquí. Muchos, como en mi caso, no pensamos hasta bien mayores dedicarnos a esto pero, una vez que entramos, nos picó el gusanillo y no lo dejaremos jamás. Ver los ojos de un alumno brillar cuándo entiende algo o compartir lo que sabes con otros y que lo aprecien o ver como crecen y maduran ademica y humanamente no se paga con dinero, aunque de él vivamos.
    Gracias.

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