A la casa de las palabras, soñó
Helena Villagra, acudían los poetas. Las palabras, guardadas en viejos frascos
de cristal, esperaban a los poetas y se les ofrecían, locas de ganas de ser
elegidas: ellas rogaban a los poetas que las miraran, que las olieran, que las
tocaran, que las lamieran. Los poetas abrían los frascos, probaban palabras con
el dedo y entonces se relamían o fruncían la nariz. Los poetas andaban en busca
de palabras que no conocían, y también buscaban palabras que conocían y habían
perdido.
En la casa de las palabras había
una mesa de los colores. En grandes fuentes se ofrecían los colores y cada
poeta se servía del color que le hacía falta: amarillo limón o amarillo sol,
azul de mar o de humo, rojo lacre, rojo sangre, rojo vino…
Eduardo Galeano
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