martes, 27 de septiembre de 2011

AULAS

Parece que este artículo lo escribieron ayer mismo; pero no, es de hace dos años. Lo nuestro viene de antiguo, aunque sólo ahora hemos levantado la voz.


Tenía en los ojos la vaguedad marinera de la estirpe de Simbad. Encendía un Ducados y lo fumaba frente a la ventana del aula como si estuviese a bordo de un barco. Ahora pienso que lo hacía para crear una atmósfera. Era un profesor entusiasta e irónico, y aquella clase de COU latía bajo su impronta formando otro Club de los poetas muertos.

Cuando me asomo a este septiembre lleno de autobuses escolares con niños durmientes, aún puedo verme tal como era un otoño lejano con un anorak azul y la mochila al hombro, en cuyo fondo palpitaban los versos de Walt Whitman: ¡Oh capitán, mi capitán! Recuerdo que entonces me sentía atraí
da de un modo contradictorio por la poesía romántica y por los números primos, que era tanto como amar a Camus y al teniente Colombo al mismo tiempo. En semejantes circunstancias, las clases de literatura eran un refugio para náufragos.

Tal vez por eso, en
este curso que comienza, me encuentro clavada ante el ventanal de un aula evocando la memoria de aquel profesor que ya ha muerto. Suena el timbre. Una nueva hornada de adolescentes se arremolina a la puerta del instituto esperando para entrar. Alguien pide a los alumnos que apaguen los teléfonos móviles. Hay chavales que vuelven con el mismo aspecto aniñado del curso anterior, y otros que regresan transformados en miembros de una extraña tribu en la que rige el pantalón caído, la mirada insolente y el piercing en el ombligo como signos de distinción. Algunos corazones pintados con rotulador continúan sangrando a la puerta de los lavabos, pero los escolares de ayer son ahora unos tipos duros que sólo escuchan a Los violadores del verso igual que nosotros escuchábamos a Pink Floyd.

La enseñanza es una profesión de alto riesgo. Aún así hay personas que consagran su tiempo a realizar una pequeña incisión en el cerebro de estos muchachos para conseguir que hasta lo más extraño pueda caber en el ámbito de lo comprensible, ya sea una ecuación matemática, la función clorofílica o el misterio de las esdrújulas, que son la clase de enigmas frente a los que se arma el espíritu. Quizá a ustedes este objetivo les parezca un empeño menor tal como pintan los telediarios. Pero les aseguro que en este otoño salvaje no existe un desafío más urgente.

Susana Fortes, El País, 15-9-09

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