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Tenía en los ojos la vaguedad marinera de la estirpe de Simbad. Encendía un Ducados y lo fumaba frente a la ventana del aula como si estuviese a bordo de un barco. Ahora pienso que lo hacía para crear una atmósfera. Era un profesor entusiasta e irónico, y aquella clase de COU latía bajo su impronta formando otro Club de los poetas muertos.
Cuando me asomo a este septiembre lleno de autobuses escolares con niños durmientes, aún puedo verme tal como era un otoño lejano con un anorak azul y la mochila al hombro, en cuyo fondo palpitaban los versos de Walt Whitman: ¡Oh capitán, mi capitán! Recuerdo que entonces me sentía atraída de un modo contradictorio por la poesía romántica y por los números primos, que era tanto como amar a Camus y al teniente Colombo al mismo tiempo. En semejantes circunstancias, las clases de literatura eran un refugio para náufragos.
Tal vez por eso, en
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La enseñanza es una profesión de alto riesgo. Aún así hay personas que consagran su tiempo a realizar una pequeña incisión en el cerebro de estos muchachos para conseguir que hasta lo más extraño pueda caber en el ámbito de lo comprensible, ya sea una ecuación matemática, la función clorofílica o el misterio de las esdrújulas, que son la clase de enigmas frente a los que se arma el espíritu. Quizá a ustedes este objetivo les parezca un empeño menor tal como pintan los telediarios. Pero les aseguro que en este otoño salvaje no existe un desafío más urgente.
Susana Fortes, El País, 15-9-09
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