.
Nos habíamos comprometido a ir contando en sucesivos domingos un poco de la historia de la Gran Vía, para celebrar debidamente su centenario; pero nos ha sido imposible mantener la regularidad. Tenemos el almacén tan lleno de material que hay que ir dándole salida para que no nos caduque. Pero aquí estamos, dispuestos a contaros el segundo capítulo de esa famosa calle de Madrid.
Cuando la Gran Vía estaba recién acabadita, cuando sólo faltaba rematarla con los edificios de la Plaza de España, estalló la Guerra Civil. Esa avenida amplia, concebida como calle-escaparate, como emblema de la modernidad, vio pasar a soldados, milicianos, brigadistas, gente que trasladaba los pocos enseres que había podido salvar de su casa bombardeada… Le cambiaron el nombre. En agradecimiento al apoyo que recibió la República de la Unión Soviética, primero fue llamada Avenida de Rusia y, poco después, Avenida de la Unión Soviética; aunque la gente la seguía llamando La Gran Vía o la “calle de los obuses”, por la cantidad de proyectiles que caían. El frente estaba muy cerca, en la Casa de Campo, y en el número 28 de la Gran Vía se encontraba el recién estrenado Edificio de la Telefónica (el primer rascacielos de Europa), objetivo importante de las bombas nacionales. Desde allí mandaban sus crónicas los corresponsales extranjeros, entre ellos, los escritores norteamericanos Hemigway y Dos Passos. Muchas veces tenían que esperar a que se hiciera de noche para poder cruzar la calle. El arquitecto, Ignacio de Cárdenas iba prácticamente a diario, y sufría al ver cómo su obra era atacada. Llegó a contar hasta 120 impactos de granadas sólo en una de sus fachadas.
La gente miraba hacia arriba, pero no para maravillarse con los edificios, sino para saber si los aviones que los sobrevolaban eran amigos o enemigos. La Gran Vía se llenó de miedo y de muerte. En el subsuelo, en la estación del metro, se refugiaban con su incertidumbre algunos madrileños (o vaya usted a saber de dónde), intentando reproducir la cotidianidad y vencer el miedo.
Pero, a pesar de todo, la vida continuaba. El ser humano es un superviviente nato. A veces había humor para acercarse a una perfumería, quizá a comprar algún jabón de olor con el que lavar el dolor. A veces, podían evadirse durante unas horas metiéndose en un cine. Si las sirenas que anunciaban los bombardeos no lo impedían, se podía disfrutar de un magnífico programa doble como el que aparece en una de las fotografías: La última noche de Yuli Raizman, una comedia soviética y Una noche en la ópera, de los hermanos Marx. Mezcla explosiva.
En 1939 acabó la guerra. El resultado es de todos conocido. Había que reconstruir media España, pero la Gran Vía tenía preferencia. Volvieron a cambiarle el nombre: ahora se iba a llamar Avenida de José Antonio, en honor a uno de los fundadores de la Falange muerto en la guerra. La gente, con gran tozudez, la siguió llamando Gran Vía.
Por allí pasaron los camiones cargados con las obras de arte del Museo del Prado que habían estado custodiadas en Suiza durante la guerra. Por allí pasó en 1943 el primer embajador alemán, y se le recibió con profusión de esvásticas y custodiado por la Guardia Mora de Franco (¿qué pensaría el defensor de la raza aria de semejantes jinetes?).
El magnífico quiosco que diseñó el arquitecto Antonio Palacios para cubrir el ascensor al metro en la Red de San Luis estaba allí, en su sitio; y estuvo hasta que decidieron desmontarlo. Los tranvías iban y venían y empezaban a sentir la competencia de los autobuses de dos pisos. Cada vez más coches, cada vez más nuevos.
La Gran Vía empezaba a ser el escenario de películas, como El último caballo (Edgard Neville, 1950), en la que Fernando Fernán Gómez, en medio de la calzada, desafiaba al tráfico.
La calle se fue llenando de tiendas lujosas (joyerías, perfumerías, tiendas de moda…), de cafeterías modernas, casi desconocidas en un país de cafés y tabernas. Y la gente paseaba, como esas señoritas que inmortalizó el genial fotógrafo Francesc Català-Roca. Cadetes italianos vestiditos de marineros (¿dónde dejaron el barco?) debieron de causar furor luciendo su palmito por las anchas aceras.
Se fue completando el trazado con la construcción de los edificios de la Plaza de España. Llegaron los años sesenta. El incipiente turismo y las remesas de los emigrantes permitieron cierto respiro económico. La burguesía madrileña y los asombrados provincianos paseaban por la Gran Vía, iban a los cines de los grandes carteles, miraban escaparates. Los autobuses de dos pisos fueron sustituidos por los de uno. El tranvía desapareció. Los coches eran cada vez más numerosos.
A finales de los sesenta, pocos meses después de haber pisado la luna, los astronautas norteamericanos Armstrong, Aldrin y Collins visitaron Madrid. Fueron aclamados a su paso por la Gran Vía.
En los años setenta la sociedad española había cambiado, y eso se notaba también en esa gente que paseaba: eran como más modernos. Lunares y flores, peinados más a la moda… Ya estaban maduros para el gran cambio.
En 1974 hubo otro visitante ilustre. El presidente de los Estados Unidos, G. Ford. También fue paseado y aclamado por la Gran Vía. Un año después murió Franco. Nuestra calle más famosa estaba preparada para contemplar nuevos e importantes cambios.
La música que suena es el Preludio de la zarzuela La Gran Vía (ya habéis tendio noticia de ella).
No prometemos nada, pero, a lo mejor, el próximo domingo publicamos el siguiente capítulo.
.
Me encanta esta retrospectiva que estáis haciendo de la Gran vía y más aún los vídeos.Yo soy mucho de mirar el pasado y de aprender de él y además,ver la estética, los vestidos, el ambiente...
ResponderEliminarMªJesús.(Latín)